El Ocaso del Heroe


El arma cayó de sus manos y con un ruido sordo alcanzó el suelo. Quien la portaba miró alrededor ensimismado con el espectáculo que se mostraba ante sus ojos. Todo estaba languideciente y agonizaba en vida, el cielo gris, la brisa, las cenizas que cubrían el suelo, su propio ser, el enemigo al que acababa de derrotar, todo agonizaba lentamente, negándose a dar el siguiente paso, postergando el inminente final en la medida de lo posible en un eterno crepúsculo.


El vencedor cayó de rodillas en tierra, levantando una pequeña nube de cenizas en silencio, bueno, silencio no. Había como una especie de crepitar sordo, como el de una hoguera, algo similar a un zumbido que siempre estuvo ahí de fondo, fuera donde fuese. Solo ahora que era el único sonido presente, sin ningún otro que lo eclipsase, era claro, cristalino, nítido. Una melodía agónica que invitaba a descansar, relajarse, rendirse… Era un eterno quiero y no puedo, incitaba a la esperanza, pero también mostraba lo vacua que era ella misma.


Miró el arma de su oponente, antaño imponente y flamígera. Observó como el fuego de su hoja se apagaba lenta e inexorablemente a la par que el cuerpo de su portador se reducía a cenizas, segundo tras segundo, acompañando al arma en su extinción al ritmo de una diabólica melodía que parecía estar riéndose del vencedor, demostrando que todo lo que había hecho, todas las decisiones tomadas, todo lo aprendido, ahora ya nada valían. Todo se reducía al pasar del tiempo, una y otra vez.


Una leve brisa se llevó los restos del vencido, ahora cenizas, consumidas por el propio fuego que él había desatado contra en combate, dejando tras de sí tan solo su armadura y su corona acompañando al arma que ahora tan solo crepitaba tenuemente, cual ascua que está a punto de desvanecerse, ahogada por las cenizas fruto del fuego que había desatado anteriormente contra él. Tenía cierto grado de ironía que no pudo sino hacer brotar una sonrisa en los labios del vencedor, que quedaron al descubierto cuando este dejó caer su yelmo al suelo. El arma parecía suplicar, en un canto de cisne, intentando salvarse. Necesitaba ser empuñada, alimentarse de una nueva llama, de un nuevo portador, para poder sobrevivir.


El héroe permanecía en el suelo, sentado, ahora quitándose los guantes después de haber clavado su arma en tierra. Había terminado su misión, había completado el periplo al que estaba destinado. La melodía de fondo le trajo recuerdos de todas las victorias archivadas, todos los enemigos derrotados, desde dragones hasta demonios, incluyendo a la guardia real del recién sometido. Estaba cansado de un largo viaje, quizá debería sentarse a descansar, aunque fuera solo un momento.


Notó algo bajo su pecho, era como una punzada. ¿Algo dentro de su propio ser le advertía de lo que se aproximaba? No. No era premonición o advertencia alguna. Era un recuerdo tenue, uno que estaba seguro que antaño era cristalino y firme y que ahora se disgregaba entre las nieblas del olvido. Pero, ¿Por qué lo estaba olvidando? ¿Por qué ahora? ¿Por qué aquí? No podía pensar con claridad, ese maldito zumbido de fondo melódico no le dejaba concentrarse.


Se quitó las botas y se llevó las manos a la cabeza de forma inconsciente en un acto reflejo mientras intentaba aclarar sus pensamientos, pero era difícil hacerlo con esa maldita melodía sonando una y otra vez, repiqueteando cada vez con más fuerza en sus sienes, que ahora portaban una corona. Al fin y al cabo, daba todo igual, ¿no? Hiciera lo que hiciese siempre le llevaría al mismo punto de inflexión en que la única opción de sobrevivir era tomar el testigo del vencido, y continuar con su labor. Era eso o sucumbir a la Oscuridad.


Un recuerdo se coló entre las notas musicales que taladraban su cabeza. Era trivial, sutil, alegre. Lo suficiente para pasar desapercibido y poder mostrarse cuán importante era. El vencedor se incorporó de nuevo, usando su propia arma clavada en el suelo a modo de bastón y con la otra mano tomó la de su oponente vencido que recuperó parte de su brillo y calor al contacto con sus dedos, cuál ascua cuando es reavivada por un soplo de aire fresco. Él sintió como si le pusieran un gran peso en la espalda, una carga que no sabría si podría llevar. Algo se alimentaba de las pocas fuerzas que le quedaban.


Miró alrededor, y respiró aliviado al ver en el centro de aquella explanada de ceniza una hoguera como tantas otras que había encontrado a lo largo del viaje. Cuántas veces le había proporcionado tranquilidad y reposo cuando más lo necesitaba… Ahora estaba realmente cansado, agotado. Solo necesitaba sentarse unos minutos y estaría mucho mejor. Comenzó a andar en dirección a la misma tomando la armadura enterrada en ceniza del suelo y con un gesto lento y pesado, cargarla al hombro.


Los recuerdos se afianzaron en su mente provocando una sonrisa tenue y sincera en sus labios. Había conocido a mucha gente a lo largo de su gesta, y a cada cual mejor persona que el anterior, más digno, más justo, más íntegro… pero todos aquellos que se obsesionaban con su destino acababan muertos o algo peor. No se podía enfrentar lo inevitable, tan solo prolongar su decadencia hasta el final de los tiempos, era eso o…


Llegó junto al lugar del que provenía la melodía, que ahora era intensa cual canto de sirena y no dejaba hacer mucho más que aceptar su invitación a un baile sin final. Tuvo que pararse un segundo para vestir la armadura que llevaba a cuestas antes de proseguir. La música le invitaba a acercar la mano a la exigua languideciente hoguera para volver a prender su llama, pero una pregunta se afianzó entre los acordes apocalípticos que resonaban en su cabeza.


“prenderla… ¿A qué precio?”


Recordó a la perniciosa y la sabia. La primera que fue la que le encomendó su misión al poco de escapar de su prisión. Apremiando para que cumpliera la voluntad de los dioses. La segunda, tan solo se presentó ante él para mostrarle la otra cara de la realidad. No pidió nada a cambio, todo quedaba en la mano del héroe. Esta entendía que era el tiempo de los hombres. Ni dioses, ni dragones, ni gigantes, ni sierpes tenían cabida alguna en su decisión final. Era su tiempo, por mucho que les pesara.


El calor brotaba de sus dedos hacia la hoguera en un gesto que no recordaba haber hecho. Había visto tanto lo que ocurre cuando luchabas en contra del mal que asolaba el mundo, como cuando te dejabas engullir por el. Todo volvía a empezar una y otra vez en una eterna espiral de autodestrucción, pero nunca recordabas que habías estado ahí con anterioridad en un bucle eterno que se retroalimenta para no caer en el olvido. No era la primera vez que estaba allí, pero esta vez sería la última.


Dio un paso atrás, y noto cómo sus dedos se enfriaban de nuevo, en contraposición a el calor intenso que comenzó a sentir en las sienes cuando aquella maldita corona se puso al rojo vivo. Solo cuando soltó la espada del vencido para deshacerse de la corona, se dio cuenta de las quemaduras de la palma de su mano. La armadura que ahora portaba empezaba a ponerse roja, como si se alimentara de la propia llama que le mantenía con vida a quien la portaba. 


Cuando se hubo deshecho de todo lo vio en el suelo ponerse al rojo blanco mientras se desvanecía en ceniza como había hecho su portador al ser abatido por el héroe, cuanto menos quedaba de aquello más tenue volvía a ser la melodía, sintiéndose como un alivio al poder volver a pensar con claridad de nuevo. 


dio un par de pasos sin apartar su mirada de la languideciente hoguera que terminaba de apagarse, dejando que la oscuridad engullera todo el lugar antes de que el héroe se diera la vuelta y se alejara de allí dejando que aquel final postergado por toda la eternidad por fin les alcanzará sin que nadie se interpusiera en su camino. 


Pero, ¿Qué era el final sino el principio de algo nuevo? El tiempo de los dioses había tocado su fin, tal y como ocurrió con el tiempo de los dragones antaño. Ahora era el turno de los hombres.


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